16 de septiembre de 2010

La patria, siempre la patria


Para un 16 de septiembre

“El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una Patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años de sufrimiento para concebir una Patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa.” Estas palabras las escribió Ramón López Velarde hace poco más de ochenta años, en un 1921 que parecía sellar el fin de la revolución mexicana luego de diez años de guerra civil y más de un millón de muertes. Un ciclo se cierra y López Velarde lo entiende. Como al triunfo de la república sobre la intervención francesa, es hora de refundar la patria, pero no sobre las cenizas de los mártires ni sobre el odio a los vencidos, tampoco sobre esa idea tan explícita en el párrafo trascrito arriba: la idea ficticia y artificial de una nación grande y poderosa, idea que aún es propagada por nuestro gobierno y cultivada (ya sin convencimiento) por el sistema educativo nacional.

La patria es impecable y diamantina, en efecto, pero por ello no puede ser la patria un ángel dorado ni un grito estentóreo ni una bandera que recuerda más a un verso de José Martí (“Mi verso es de un verde claro / Y de un carmín encendido. / Mi verso es un ciervo herido / que busca en el monte amparo”) que a esa trinidad de “pureza, unión, libertad” que nos han dicho simbolizan sus colores y que no son más que las tintas del manto de la Madre sobre el Tepeyac, la bandera que por mucho tiempo fue el único lazo ideológico común a los pueblos mexicanos.

La patria debe ser algo más, no únicamente símbolos o recuerdos. Estos parecieran mantenernos unidos como nación a hombres y mujeres dispares del norte, del sur y las costas; son los que nos recuerdan que hablamos español y hemos recibido el mismo legado conquistado (o regado) con sangre y lágrimas de la piel y los ojos. Pero ¿quién en Veracruz recordará a Manuel Pineda y a los muleginos que combatieron y vencieron al ejército norteamericano invasor? ¿Quién en Chihuahua recordará a uno de los victoriosos lanceros de Nicolás Romero? Sin embargo, por todo el país se recuerda a los adolescentes cadetes de Chapultepec; a Anaya con los brazos cruzados y el uniforme roto diciendo altanero: “Si hubiera parque no estarían ustedes aquí”.

Además de esto, a los mestizos los une la fundación de la ciudad de Tenoch, el águila y la serpiente sobre el nopal, los reúne la alegoría de la campana en la noche de cada quince de septiembre. A los criollos las cartas de relación de Hernán Cortés y el ángel de la independencia. ¿Y qué une a ambos, mestizos y criollos, con los indígenas para quienes los mitos del águila y la campana, del ángel y el arcabuz, son recuerdos de miseria y opresión? La religión, tal vez; la opresión, tal vez. Un gobierno de facto, tal vez eso es la nación.

Pero la patria —o la Patria, como escribía López Velarde— debe ser algo más, algo más íntimo. Es un tema en que sólo por corazonada nos aproximamos al acierto, porque los diccionarios no pueden mucho. Véase lo que dice María Moliner en el Diccionario de uso del español: “Con relación a los naturales de una nación, esta nación con todas las relaciones afectivas que implica.” Gratamente difusa (no se encontrará una mejor), esta definición señala algo notable: la patria no es la nación ni son sus habitantes, la patria es la relación subjetiva, emocional, de los habitantes con su nación. Así se puede comprender la deserción del batallón irlandés que venía con el ejército estadunidense, que peleó del lado mexicano y fue exterminado cruelmente antes de acabar la guerra de 1846-48; así no resultan cínicas las últimas palabras de Maximiliano antes de ser fusilado en el Cerro de las Campanas: “voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!”

La patria siempre ha sido una palabra recurrente en el discurso de nuestros gobernantes o de nuestros salvadores posibles y malogrados o falaces y triunfantes. Es el mejor recurso para llamar la atención de cualquiera porque cada uno tiene su idea de patria y la defenderá, aunque sea su patria el árbol que cuidó desde pequeño o el paisaje que ha visto toda su vida. A veces la patria es la tierra es la vida. La razón por la que pelearon y murieron cientos de miles de hombres y mujeres en la Revolución Mexicana de 1910 (y en todo movimiento popular anterior a 1934) fue la promesa de conseguir al final un pedazo de tierra; eso es México, o era; ahora es difícil decirlo cuando la mayoría de los mexicanos vivimos en las ciudades. Pero sólo hay que recordar algo tan legendario como la defensa de la populosa Sodoma que hizo Abraham, sin otro deseo más que el de salvarla porque la amaba a pesar de que fuera la más pecadora de las ciudades de la Biblia; sólo hay que recordar esta leyenda o la real defensa, desesperada batalla, que dieron los capitalinos en septiembre de 1847 para entender que la patria se encuentra ahí donde se encuentra el patriota.

“La patria, siempre la patria”, parece un ardid publicitario, pero hubo hombres que pronunciaron la frase con humildad y convencimiento. Ha sido luego de tanto abuso que la palabra suena a democracia o a ley: muy adornada y sin virtud: poco practicada. ¿No será mejor abandonar por un tiempo la palabra y hacer que el tronco retoñe?

Érase una vez Sodoma defendida por la gracia de sus tres únicos justos. Cuando alguien diga que la patria está en peligro, mostremos que está muy equivocado.

Quien se encuentra bajo amenaza es la nación.

1 comentario:

MarioBCS dijo...

Excelente artículo Sandino, esta misma mañana leí este de Epigmenio Ibarra que publicó en Milenio y que Germinal me compartió: http://impreso.milenio.com/node/8833591