Sandino Gámez Vázquez
En Baja California Sur ha surgido recientemente una campaña
de promoción de las “familias naturales” y se ha generado una reacción
indignada en el colectivo gay de La Paz, el cual ha organizado una marcha de
orgullo y se propone entregar una iniciativa ciudadana para motivar que la
Secretaría de Educación Pública del estado explique a los educandos la
existencia de familias conformadas por parejas del mismo sexo.
La campaña y la respuesta están en el contexto de una sanción
particular de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la
constitucionalidad de los derechos jurídicos matrimoniales y familiares para parejas
homosexuales, idénticos a los de las parejas heterosexuales.
La determinación de legalizar los derechos conyugales de las
parejas del mismo sexo es un justo fin a la marginación y represión histórica
que han tenido en las leyes las personas homosexuales. Aunque persiste una
visión social conservadora, el hecho concreto de que el Estado haya eliminado
la última penalización de la homosexualidad en nuestro país ha sido un adelanto en el respeto a los derechos humanos de los mexicanos.
El propósito de igualdad ante la ley que estableció la
segunda república en la Constitución de 1857 otorgó garantías individuales que
ahora son naturales a la generación presente, pero requirieron décadas para
establecerse en la realidad cotidiana. Estos derechos individuales, junto a los
derechos sociales fueron la bandera de la Revolución Mexicana y quedaron plasmados
en la Constitución de 1917.
Los constituyentes de 1857 y 1917 fueron, para nuestro
tiempo, claro, muy conservadores: los hombres eran iguales ante la ley. Las
mujeres no. ¿Pero quién niega el gran avance en los derechos de las mujeres que
significó la laicización del matrimonio que instauraron las leyes de Reforma? Sin embargo, el matrimonio laico sólo fue
propiamente constitucional en 1917. “El matrimonio es un contrato civil”, dice
el tercer párrafo del artículo 130 del texto original. Este artículo establecía la competencia absoluta del Estado sobre los asuntos civiles. Pero en la
Constitución vigente de 2015 sólo se menciona la palabra matrimonio una vez, en
la extensión de derechos de ciudadanía a los extranjeros que se casen “con
varón o mujer mexicanos”.
La plena igualdad de la mujer ante las leyes ha sido un
proceso largo en México. El derecho al voto se obtuvo hasta la década de 1950,
el derecho a ser votadas tardó una generación más. ¿Y qué decir de los derechos
reproductivos, es decir, los que implican el propio cuerpo? Ha sido una
conquista más bien reciente.
Desde 1973 la Constitución federal (Artículo 4º) declara: “El varón y la mujer son iguales ante la ley. Ésta protegerá
la organización y el desarrollo de la familia” y enseguida el texto
constitucional garantiza para “toda persona” los derechos
reproductivos, alimentarios, de vivienda, salud, acceso a la cultura y otros.
Esta redacción tan cuidada ha sido uno de los argumentos principales
para legalizar los derechos familiares de las parejas del mismo sexo. Nada hay (ni ha
habido) en la Constitución que prohíba los derechos conyugales entre personas
del mismo sexo. Por lo tanto, de estas parejas también pueden surgir familias,
por procreación o por adopción. Las leyes se han hecho, así sea teóricamente,
para proteger a todas las familias. Si se clasifica a las familias y se da
derechos diferentes por sectores, se vulnera el principio de igualdad jurídica.
Por el contrario, las políticas públicas
y de gobierno, sustentadas en la Constitución, están obligadas a beneficiar a
los sectores vulnerables.
El artículo 4º especialmente manifiesta la responsabilidad
de las leyes y de las acciones del Estado para garantizar la protección a la
niñez. Los argumentos sobre posibles daños sicológicos a los niños de familias
formadas por parejas del mismo sexo son claramente discriminatorios. Se basan
en prejuicios. Es previsible que un estudio revelará que la proporción de
familias disfuncionales es idéntica en parejas del mismo sexo que en las
heterosexuales. La tasa de divorcios (de matrimonios heterosexuales) en Baja
California Sur es una de las más altas del país. ¿Acaso no es el mayor riesgo
de descomposición de una familia cuando la pareja se divorcia? ¿Pero se quitará
el derecho al divorcio a esa pareja como una medida de cohesión familiar? Afortunadamente
en nuestro tiempo no existe la discriminación hacia las personas divorciadas,
ni existe más la definición de hijos “naturales” o “ilegítimos”. Los
progenitores quedan obligados con los infantes por el sólo hecho de serlo.
Una campaña a favor de las familias sudcalifornianas no
debería plantearse en términos de hetero u homosexualidad. La sexualidad ha
sido legal y apropiadamente constreñida al ámbito de la intimidad individual. Tampoco
puede basarse en la superioridad de un tipo de familia sobre otra u otras (¿en
dónde se colocan aquellas familias formadas sólo por un padre o sólo por una
madre?).
Más bien una campaña así debería ayudar a recuperar el propósito
constitutivo de la familia como la base de la sociedad mexicana en los términos
que manifiesta claramente el artículo 4° Constitucional: conseguir mejores políticas
y acciones públicas y de gobierno para las familias en salud, vivienda,
educación de los hijos, medio ambiente, movilidad, deporte y cultura. De otra
manera estamos ante un mero debate de emociones.
Heterosexuales y homosexuales, mujeres y hombres, mexicanos,
sudcalifornianos: es un triunfo la igualdad jurídica entre los individuos, las
parejas o las familias. Luchemos juntos ahora por la justicia social.
sandinogamez@gmail.com
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